En la vida cotidiana, no es extraño encontrar conversaciones muy similares a la siguiente:
-¿Conoces a María, que acaba de adoptar a un bebé precioso?
-Sí, estuvieron intentando tener un hijo durante años, pero no hubo manera.
-¡Pues se acaba de quedar embarazada!
-¿De verdad? Sí es que lo que les hacía falta era relajarse y la adopción les ha venido de perlas…
Esta conversación típica deja patente una creencia popular que está bastante extendida a lo largo del mundo. Muchas parejas, después de intentar sin éxito y durante años la gestación de un bebé, deciden adoptar. Para sorpresa de todos, la mujer se queda entonces embarazada y los comentarios acerca del estrés emocional como culpable de su infertilidad se dejan entrever. Pero, ¿tiene este razonamiento alguna base real o es un mito sustentado en casualidades?
Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de estudiar estas situaciones es el pequeño valor de estos casos anecdóticos. ¿Cómo sabemos que, de no haber adoptado María, no se hubiera quedado embarazada igual? Simple y llanamente no lo podemos saber, pero el ser humano, instintivamente, intenta relacionar ambas situaciones.
¿Cómo podemos conocer entonces si realmente la adopción incrementa las posibilidades de tener un embarazo viable? Con estudios clínicos. Se realiza un seguimiento de dos grupos de parejas que están buscando tener niños, uno de los grupos ha adoptado en algún momento del proceso mientras que el otro no. ¿Habrá diferencias? ¿El grupo de parejas que ha adoptado mostrará mayor porcentaje de embarazos que aquel que no lo ha hecho?
Esta es la idea principal de muchos estudios que se realizaron expresamente para descubrir la realidad de este asunto. ¿El resultado? El grupo de parejas que había adoptado mostraba unos porcentajes de concepción similares a aquellos que no. Es decir, aún después de varios años intentándolo, determinadas parejas consiguen alcanzar el embarazo independientemente de si tiene lugar una adopción. Sin embargo, ante este sorprendente hecho, la cultura popular señala a la adopción como la varita mágica que solucionó el problema. No es tampoco una creencia aislada, los mitos suelen rodear con fuerza al proceso de embarazo. Como ejemplo de ideas sin fundamento está el mito de que determinadas posturas durante el coito favorece la gestación o que en luna llena el número de nacimiento de bebés se incrementa.
¿Entonces el estrés emocional asociado a la búsqueda de un hijo que no llega no influye para nada en la fertilidad? Es difícil saberlo. En la actualidad, un 15 % de los casos de infertilidad son de causa desconocida y algunos investigadores apuntan a que cierto porcentaje de este 15 % podría deberse a causas psicológicas.
La realidad, sin embargo, es que la infertilidad psicógena no está demostrada y resulta peligroso atribuir este tipo de infertilidad a parejas en las que no se llega a conocer la causa real, pues es una forma de culpabilizarlas y de hacerlas responsables de su dificultad para tener niños. Hay que tener en cuenta que aunque el problema no se conozca no implica que tenga una causa psicológica. De hecho, entre los años 40 y 50 del siglo pasado, cuando los problemas de fertilidad eran mucho menos conocidos que ahora, se consideraba a la infertilidad psicogénica como causante del 50 % de la incapacidad para tener descendencia. Simplemente es un error utilizar la infertilidad psicogénica como un cajón de sastre al que recurrir cuando los médicos no saben la causa concreta que lo provoca.
¿Podría existir entonces la infertilidad psicógena? Teóricamente sería posible, pues el estrés influye sobre el sistema endocrino y éste interviene de forma importante en el embarazo. Aún así, como comentábamos anteriormente, su existencia no está demostrada y, de existir, es probable que tuviera lugar en un porcentaje muy bajo de los problemas de infertilidad.
Esther Samper
blogs.elpais.com