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La matrona que salvó miles de vidas con un útero de trapo



Angelique du Coudray fue mucho más que una matrona. Amparada por el rey, recorrió durante un cuarto de siglo casi cuarenta ciudades y las zonas más rurales de Francia explicando todo cuanto aún se desconocía sobre el embarazo y el parto. Si hablamos de una época en la que se creía que la leche materna era la sangre de la menstruación, que se elevaba, cambiaba de color y se transformaba en alimento, podemos imaginar qué explicaba du Coudray: casi todo.

Una creencia popular justificaba la idea de que una mujer en un parto era una molestia: los hombres eran los que conocían el cuerpo de las mujeres porque ellos eran sus amantes y sus médicos. Como la mujer no sabía lo que tenía, el órgano sexual femenino se convertía en un misterio rodeado de superstición que, incluso para Simone de Beauvoir tenía «una vida particular secreta y peligrosa». El parto, por tanto, era un extraño ritual en el que no quedaba muy claro qué pasaba aparte de que nacía un niño. O varios.

Lo mágico y lo religioso eran, por tanto, aspectos cruciales del parto que, rodeado de un aura de misterio y superstición, lejos quedaba de la medicina. Los médicos habían empezado a estar presentes en las cesáreas en el siglo XVIII. Por cuestiones de género, pero también de clase, los cirujanos subestimaban a las parteras. Si se complicaba el parto, había una clara culpable: la partera. Tanto para hombres como para mujeres, era la presencia de una mujer lo que enturbiaba el proceso.

Fue Mary Toft, en 1727, cuando hizo creer a todo el mundo que estaba pariendo conejos, quien ridiculizó a un cirujano e hizo ver que quizá los hombres no sabían tanto del cuerpo femenino como creían.

En aquel momento, en Inglaterra no solo el obstetra real era un hombre, sino que los médicos se habían metido tan de lleno en los partos que el trabajo de las parteras había pasado a las manos de los hombres. Luis XV, en cambio, se decantó por una mujer y Madame du Coudray, tras diez años de experiencia, fue nombrada partera nacional en 1759.

La matrona del rey no solo resultaba molesta para los cirujanos: las parteras tradicionales de los pueblos tampoco aceptaban que otra viniese a decirles qué tenían que hacer.

De la mujer que salvó miles de vidas enseñando a dar a luz, no podemos obviar cómo vino al mundo. Y, sin embargo, aun disponiendo de su biografía, de su vida no sabemos nada salvo que nació. Aquello ocurrió en 1712. Pero en sus escritos no consta su origen ni habla de su infancia. Nada. Ni siquiera sabemos lo más importante: si tuvo hijos. Sí consta que no se casó. Los que han escrito sobre ella, sospechan, por tanto, que era una mujer misteriosa y de trato difícil que no hablaba de sí misma.

«¿Y qué diferencia hay? La historia de su trabajo es suficiente. Poco sabemos de la vida privada de Shakespeare, al fin y al cabo, o de Chaucer, pero aun así, es suficiente para contar qué hicieron», escribe Nina Gelbart en The king´s midwife, la biografía de Madame du Coudray.

Los muñecos de tela
Madame du Coudray escribió un libro sobre obstetricia, pero lo que la hizo tan genuina fue lo que se conoció como ‘la máquina’: un modelo anatómico de tela, piel y esponja, que incluía un feto, del que se valía para instruir a las mujeres. Al parecer, du Coudray llegó a hacer cientos de réplicas de la máquina, pero solo una se conserva hoy en el Musée Flaubert (Rouen).

Gracias a su entonces peculiar invento, Madamme du Coudray logró concienciar a la sociedad francesa de la importancia de la higiene y los cuidados, así como de la necesidad de luchar contra la mortalidad infantil.

La idea de crear ‘la máquina’ le vino cuando se preguntó cómo aquellas mujeres de las zonas rurales que no habían tenido acceso a la educación la iban a entender. Con algo que pudiesen tocar, decidió. En una carta, du Coudray, explica cómo ideó su instrumento:

 

«Tomé la táctica de hacer mis lecciones palpables, con una máquina que hice para este propósito, y que representaba la pelvis de una mujer, el útero, su apertura, sus ligamentos, el conducto llamado vagina, la vejiga y el recto. He añadido el modelo de un niño de tamaño natural, cuyas articulaciones hice lo suficientemente flexibles como para poder ponerlo en diferentes posturas; una placenta con sus membranas y una simulación de las aguas que contienen, el cordón umbilical con sus dos arterias y la vena, dejando uno medio marchito y el otro inflado que imitase el cable de un niño muerto y el de un niño vivo, en el que se siente el latido de los vasos que lo componen. He añadido la cabeza de un niño separado del tronco, en la que los huesos del cráneo cedieron.»

Lo que sí sabemos, gracias a su biógrafa, es que no era humilde, algo que la autora justifica teniendo en cuenta su grandeza. No solo se refería a sí misma con «términos grandiosos» y se creía destinada a salvar a la humanidad, sino que daba por hecho que sus muñecos pasarían a la posteridad y serían cruciales para entender la obstetricia durante siglos. Es fácil deducir que fue una mujer positiva e inconformista: luchó contra el conformismo de las mujeres que se habían acostumbrado a ver morir a sus hijos.

Una razón política
El nivel de mortandad infantil era tan alto que, desesperado por la Guerra de los Siete Años, Luis XV no podía seguir imaginando lo reducido que podría llegar a ser su ejército. ¿Cómo multiplicar sus soldados potenciales? Para ello, el rey envió a Madame de Coudray a recorrer Francia explicando cómo parir y cómo ayudar a hacerlo de la forma más higiénica y más segura, tanto para el niño como para la madre.

En el siglo XVIII, la población francesa pasó de veinte a veintisiete millones. Claro que el gobierno había tomado otras medidas y mejorado el sistema sanitario en general. No se trató de una máquina milagrosa inventada por una mujer de la que los historiadores no hablan. Pero una mujer que instruyó directamente a unas diez mil mujeres, desde luego tuvo algo que ver en un aumento demográfico, cuyo punto de inflexión coincide con la época en la que ella llevaba años recorriendo el país. Tras más de veinte años de trabajo, dos tercios de las matronas de Francia habían sido alumnas de Du Coudray.

En su biografía, la autora relata un parto que asistió la matrona real y que bien refleja el mimo con el que se encargaba de que todo saliese bien desde mucho antes del parto:

«Al fin viene el bebé, preparado para hacer su inmersión en el mundo con la ayuda de la partera, por supuesto. Durante meses, Le Bousier, una mujer robusta de veintinueve años, ha estado revisando a la futura madre, le ha proporcionado aceites y linimentos para favorecer la elasticidad de los pechos y el vientre que crecían: pomadas blancas de grasa de cerdo derretida, purificada con agua de rosas, de la membrana amniótica de una cabra bebé; otras de tuétano de pie de ternera, grasa de ganso, aceite de linaza, pasta de almendras y malvavisco. Aconsejó el uso de vendas tan pronto como la barriga comenzó a ceder y sugirió a la mujer que durmiese de lado para que la apertura del útero, un poco torcido, fuese empujada por la gravedad, ajustándose a la vagina.»

La finalidad de la matrona era dar a conocer entre las mujeres del campo, y de manera gratuita, cuáles eran los peligros a los que se exponían la madre y el niño. Con ello no aspiraba a que ellas solas aprendiesen a dar a luz, sino, como mínimo, a crearles la necesidad de pedir ayuda a otra mujer de la aldea. En las zonas más aisladas, no era infrecuente que el cirujano llegase demasiado tarde.

Du Coudray se adentró en un mundo de hombres y por ello su figura despertaba tanto odio como admiración. En The King´s midwife, Nina Gelbart explica esta dualidad: «Era un fenómeno, brillante y maravilloso. Era un marimacho. Una sirvienta patriótica leal. Un fraude en el que no se puede confiar. Una inventora ingeniosa. Una charlatana pretenciosa e indignante. Una profesora devota y sacrificada. Una feminista modelo. Traidora a su sexo. Salvadora de la población francesa. Un mero fiasco. Bendición para la humanidad. Una molestia real (literalmente). Todo lo anterior, dependerá de su punto de vista».