En el complicado historial médico del Rey Enrique IV de Castilla destacaba el obstáculo más grave al que se puede enfrentar un monarca y que dio origen a su apodo: era impotente. Su historia ha quedado íntimamente vinculado a sus problemas para dar un sucesor al reino. Es más, cuando finalmente lo hizo, con la conocida como Juana «la Beltraneja», sus enemigos propagaron el rumor de que no era hija suya. ¿Es posible que el Rey superara su impotencia y engendrara una niña ayudado por un precario artefacto de reproducción in vitro?
«La boda se hizo quedando la Princesa tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo»
La pesadilla sexual de Enrique empezó ya durante su primer matrimonio. Siendo Príncipe de Castilla, se casó con la Infanta Blanca de Navarra, hija de Blanca I de Navarra, aunque no fue capaz de que este enlace se materializara en un hijo. Las crónicas no escatiman en detalle sobre el fiasco ocurrido en la noche de bodas: «La boda se hizo quedando la Princesa tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo». Un gatillazo del castellano hizo nula la espera de los heraldos y tres notarios, que aguardaban al otro lado del dormitorio a que les fueran entregadas las sábanas manchadas de sangre como prueba del desfloramiento de la Princesa.
Una pesadilla que empezó en forma de maleficio
Enrique alegó que había sido incapaz de consumar sexualmente el matrimonio, a pesar de haberlo intentado durante más de tres años, el periodo mínimo exigido por la Iglesia, y en mayo de 1453, un obispo declaró nulo el matrimonio a causa de «la impotencia sexual perpetua» que un maleficio había provocado en el castellano. Aparte de los auxilios espirituales –devotas oraciones y ofrendas–, el futuro Rey recurrió a brebajes y pócimas con presuntos efectos vigorizantes enviados por sus embajadores en Italia –por aquel entonces considerada la metrópoli de la ciencia erótica– e incluso financió una expedición a África en busca del cuerno de un unicornio.
En cualquier caso, la nulidad respondía a cuestiones políticas. El Príncipe, intuyendo la inminente muerte de su padre, buscaba una excusa para romper su alianza con Navarra y poder casarse con Juana, hija de los Reyes de Portugal. Un maleficio transitorio justificaría porque la impotencia solo afectaba al matrimonio con la navarra y no a relaciones futuras. No en vano, la petición iba acompañada del testimonio de varias prostitutas de Segovia, que declaraban haber mantenido satisfactorias relaciones sexuales con el castellano.
El 20 de julio de 1454 falleció Juan II y al día siguiente Enrique fue proclamadoRey de Castilla. Una de sus primeras preocupaciones fue cerrar su compromiso con Juana de Portugal. En caso de que Enrique se hubiera creído sus propias mentiras, debió resultar especialmente chocante el descubrir que, en verdad, era impotente y tenía graves dificultades para engendrar un niño sin necesidad de maleficios.
La explicación médica a su impotencia
Un completo diagnosticó de Gregorio Marañón, en 1931, plantea que el monarca sufría «displásico eunucoide con reacción acromegálica» de carácter hereditario, según la nomenclatura de la época, que no solo entorpeció el completo desarrollo sexual del Rey sino que le provocó ser estéril. No obstante, el urólogo Emilio Maganto Pavón en su obra «Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico» considera que el diagnóstico del célebre investigador es incompleto y señala que el origen del desorden hormonal era más bien un síndrome de neoplasia endocrina múltiple (MEN) producido por un tumor hipofisario productor de la hormona del crecimiento y la prolactina. Ambos coincidían, a grandes rasgos, en que aEnrique le costaba tener erecciones por razones anatómicas.
Pero más allá del diagnóstico, la incógnita es si hubo alguna manera médica de que Enrique superara estos problemas y engrendrara con su segunda esposa a Juana «la Beltraneja», llamada así por ser el más que probable fruto de la relación adúltera de la Reina con el valido del Rey Beltrán de la Cueva. Las crónicas del médico alemán Hieronymud Münzer describen el uso de la primera fecundación in vitro de la historia para superar los problemas de Enrique. Con este fin, unos médicos judíos fabricaron una cánula (caña) de oro que introdujeron en la vulva de la reina e «intentaron después que a través de su luz el semen del Rey penetrara en la vagina de su esposa pero que éste no pudo y que hubo que recurrir a otros métodos para recoger el semen». Los experimentos tuvieron lugar a lo largo de los años, aunque los propios textos de Hieronymud Münzer sugieren que no se logró ningún avance con esta técnica.
Y a pesar de estos fracasos nació Juana «la Beltraneja», en 1462, y el Rey defendió con uñas y dientes que se trataba de sangre de su sangre. De hecho, pocos meses después del parto, la Reina anunció que estaba de nuevo encinta, en esta ocasión de un varón, aunque el embarazo se malogró a los siete meses. Tampoco la medicina moderna ni los historiadores han podido esclarecer si Enrique era el padre de estos niños. Los restos de Juana se perdieron y no es posible hacer una prueba de ADN.
La versión propagandística de los Reyes Católicos
Aprovechando los rumores, la propaganda de los futuros Reyes Católicos afirmó sin titubear que Juana era hija de Beltrán de la Cueva y, además, el Rey lo habría tolerado e incluso había mantenido él relaciones con el amante de su esposa. Lo que no pasaba de un mero cotilleo en la Corte, se convirtió en un asunto de estado cuando se enfrentaron los partidarios de Isabel «la Católica» –hermanastra del fallecido– contra los de Juana «la Beltraneja» enla Guerra de Sucesión Castellana, que cobró dimensión internacional con la intervención de Francia y Portugal.
La razón esgrimida para dejar a la Infanta Juana de lado no era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique
El propio Rey demostró en un momento dado que también él tenía dudas sobre la paternidad pues, tras enormes vacilaciones a la hora de defender los derechos dinásticos de Juana «la Beltraneja», su firma en el pacto de Guisando (1468) desheredó definitivamente a su hija a favor de su hermana Isabel «la Católica». La razón esgrimida para dejar a la Infanta Juana de lado no era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique con la princesa portuguesa y el mal comportamiento reciente de ésta, a la que acusaba de infidelidad. Y aunque el pacto fue posteriormente incumplido por ambas partes, las dudas del Monarca desconcertaron aún más a la nobleza castellana, que a la muerte de «El Impotente» se pusieron de forma mayoritaria del lado de Isabel y Fernando.
El conflicto concluyó en 1479 con la firma del Tratado de Alcáçovas, que reconocía a Isabel y Fernando como Reyes de Castilla y obligaba a Juana a renunciar a sus derechos al trono y permanecer en Portugal hasta su muerte.