La idea de la gestación subrogada, que algunos colectivos pretenden legalizar en España, tiene aspectos realmente asombrosos. El primero de ellos es el intento de que desaparezca totalmente, de manera radical, el concepto de madre.
El proceso arranca generalmente con un hombre solo o con una pareja de hombres que quiere tener un hijo que tenga la carga genética de uno de ellos. Para eso, lo primero es obtener un ovulo de una mujer, generalmente comprándolo, después se fecunda ese ovulo con técnicas de inseminación artificial con el esperma de ese hombre en concreto y finalmente se implanta ese ovulo fecundado en el vientre de otra mujer distinta, con la que se ha firmado un contrato de gestación a cambio de determinada cantidad de dinero.
Al margen de otras consideraciones y dando por supuesto que todo el proceso se realiza de manera voluntaria, ¿por qué se fecunda el ovulo de una mujer y luego se implanta en el útero de otra distinta? Es una idea extraña, de difícil comprensión. Si una pareja de hombres quiere tener un hijo, pero no quiere que sea adoptado, sino que necesariamente tenga la carga genética de uno de ellos, todo el proceso podría simplificarse fecundando el óvulo de una mujer y que esa misma mujer gestara durante nueve meses al bebé.
¿Por qué se requiere el ovulo de una mujer y el útero de otra? Porque por el camino desaparece el concepto mismo de madre. ¿Quién es la madre, la mujer que vendió o cedió el óvulo o la mujer en cuyo útero se gestó? Ninguna de las dos: el bebé, aseguran los defensores de este procedimiento, puede ser inscrito sin madre. Es esa idea la que contiene una semilla de perversión, en el sentido que le da la Academia a la palabra: algo que corrompe el estado natural de las cosas. ¿Por qué es tan importante que no exista una mujer en todo ese proceso?