Mañana muchas madres recibirán un corazón de cartulina torpemente recortado para colgar en el coche, unas flores compradas con la exigua paga de los domingos o el beso furtivo y vergonzante de unos labios con bigotillo en ciernes. El Corte Inglés y las películas de Disney dicen que las madres son esas señoras estupendas y eternamente jóvenes, siempre sonrientes, que quedan fenomenal al lado de unos niños perfectos en hogares de revista donde los problemas ni están ni se les espera. ¿Es eso ser madre? ¿Parir hijos sanos y preciosos? ¿Cuidarlos desde pequeños? ¿Estar ahí las 24 horas para hacerles tartas y curarles las rodillas?¿Verlos crecer hasta que son personas autónomas? No siempre. Hemos reunido cuatro historias que no son cuentos de hadas: historias de mujeres reales que se han peleado con el mundo para tener hijos o que luchan a brazo partido por criaturas que nunca saldrán en un anuncio. Estas cuatro madres nos golpean con su relato de un amor incondicional que no responde a los estereotipos. Porque la vida se sale de los moldes y madres hay más de una.
Elena Álvarez, madre de Lucía (12 años), con síndrome de Angelman
«Suena terrible, pero espero que muera antes que yo»
Elena Álvarez (San Sebastián, 1967) es una de esas personas que iluminan la habitación en la que están y la vida de quienes tienen cerca. No pasa desapercibida porque es altísima, habla con todo el mundo y tiene la lágrima tan fácil como la risa. Estudió Derecho en San Sebastián, Florencia y Madrid, donde se instaló, se casó con Helmut, un abogado alemán, y hace 16 años dejó su puesto de profesora ayudante de Derecho Internacional en la Complutense para criar a su primer hijo. A los 15 meses llegó la segunda. Y 3 años después, la tercera. Esta era diferente. Aquel bebé pálido, rubio y de ojos azules no compartía los rasgos de los mayores –morenos como su madre, de mirada color miel como su padre– ni seguía sus pasos. El mazazo llegó envuelto en un nombre irónicamente poético: síndrome de Angelman. Esta afectación genética rara es el motivo de que Lucía tenga un retraso mental y motor severo. No habla ni camina. Y así será siempre.
«Todas tus expectativas se caen. Tienes miedo de cómo va a ser la niña y del futuro que le espera», recuerda. ‘Luli’ resultó ser un ángel y Elena, una especie de superheroína. Los primeros años fueron durísimos: la pequeña apenas comía ni dormía y sufría crisis epilépticas que obligaron a ponerle casco unos meses, «para que no se desnucara».
Aunque le costó tomar la decisión de escolarizarla a los 6 años en un centro de educación especial, porque estaba a menudo enferma, resultó un acierto. «No es receptiva a muchas cosas, pero le encanta el colegio. Le gustan los paseos y jugar con la hierba», explica Elena. Como muchos niños conAngelman, Lucía siempre sonríe. Parece feliz. «Cuando no está bien, protesta. Hay que interpretar lo que le pasa: no sabes si tiene un dolor de muelas o una peritonitis. Es alegre, tranquila y muy amorosa. Le encanta que la abracen y podría quedarse así horas».
Como cuidadora de una gran dependiente, la familia recibe 450 euros al mes, insuficientes para cubrir los múltiples gastos extra que provoca una discapacidad. Elena no puede ni imaginársela en un hogar mileurista. Se queja de la infradotación de los colegios y de las barreras arquitectónicas.
Ahora esta madrileña adoptiva tiene dos adolescentes, un chaval de 7 años –se animó con el cuarto– y un «bebé eterno». No renuncia a estar al día de lo que pasa en el mundo, escaparse a un concierto, salir de cervezas o hacer trechos del Camino de Santiago. Pero la idea de volver a la Universidad tras criar a sus hijos la desechó hace tiempo: Lucía exige una vigilancia constante –gatea por toda la casa y puede causar un desastre en menos de un minuto– y a una persona que conozca muy bien sus necesidades. Elena no quiere que sus hermanos carguen con esa responsabilidad. «Me preocupa qué pasará si no estoy. Suena terrible, pero espero que ella muera antes que yo», admite.
Ainara Hernández, madre por gestación subrogada de Maren (1 año)
«En el parto lloramos las dos, pero la sangre era suya»
Ainara Hernández (Vitoria, 1978) un médico le dijo hace dos años que, a causa de su cardiopatía congénita, nunca podría ser madre. Se equivocaba: ahí está Maren, una niña preciosa de 15 meses, para demostrarlo.
Ella y su marido se plantearon la adopción, pero la desecharon enseguida. Querían tener un hijo de los dos, genéticamente suyo, y la gestación subrogada –ilegal en España pero admitida en otros países– se lo permitía. Eligieron Ucrania porque su legislación se ajustaba a su situación: pareja heterosexual y contraindicación médica del embarazo.
La pareja volvió de Ucrania con su bebé y un certificado de nacimiento en cirílico que los reconocía como padres. Pero aquí Ainara no era ‘nada’ de su hija. «La ley española es discriminatoria con las mujeres», lamenta esta profesora de educación especial. Para que un hombre sea padre basta su palabra –por ejemplo, al inscribir a un recién nacido en el registro– o una prueba de ADN; las mujeres tienen que parir. Tras meses de papeleo, hace poco Ainara pudo adoptar a su hija. Ahora exige ante la Justicia su derecho a la prestación de la baja maternal.
La pareja forma parte de la asociación Son Nuestros Hijos, que reclama la regulación de la gestación subrogada en España. «No quiero que esto sea una explotación para la mujer. Pero sí una ley para que las mujeres que quieran hacerlo puedan», asegura.
La vitoriana prefiere no decir cuánto dinero recibió la gestante por los gastos, riesgos y molestias del embarazo. «Cuando voy a tomar café a casa de una amiga llevo las pastas. Imagínate esto», afirma Ainara, que solo tiene palabras de agradecimiento para la mujer que llevó en el vientre a su bebé durante nueve meses. «En la sala de partos, las lágrimas eran de las dos, pero tengo muy claro de quién era la sangre». Por eso le espanta la expresión ‘vientre de alquiler’. «Yo no necesitaba un vientre; necesitaba una mujer entera, una mujer sensible que mimase a Maren, que le cantase, que le hablase… Lo que yo no podía hacer. Cada vez que veo a mi hija, la veo a ella», explica. La joven ucraniana está al día de los progresos de la pequeña, que aprende a andar y a comer sola y ha «redecorado» las paredes de la cocina con su cucharita. «Fuimos a Ucrania a por un hijo y ampliamos la familia en dos personas». Algún día quieren viajar al país del Este para que la niña conozca a la mujer que convirtió el sueño en realidad. «En casa celebramos el cumpleaños de Maren, el de la gestante, el cambio de apellidos, la fecha de la adopción… También habrá que celebrar el Día de la Madre», admite.
Sara García, madre de Leo (1 año), emprendedora
«No quería perderme nada. Ahora soy más productiva»
Sara García (Granada, 1982) se ha diseñado una vida a su medida y la de su hijo Leo, de 16 meses. Se formó en Londres y creó en Madrid junto a su hermana, ingeniera de Telecomunicaciones, una pequeña empresa de diseño web y desarrollo multimedia. La vida le dio un vuelco cuando se quedó embarazada y decidió volver a la ciudad de la Alhambra para formar una familia sin abandonar su proyecto profesional. Su idea de la maternidad no pasaba por separarse del bebé ocho horas diarias. «No quería perderme nada. Pero en casa con un bebé me costaba sacar adelante el trabajo», reconoce.
Hace cuatro meses descubrió el ‘coworking’ CoFamily, un modelo de espacio de trabajo compartido ‘children friendly’ que empieza a aparecer en todo el mundo como alternativa a la crianza en casa y a las guarderías. «Me ha cambiado la vida», admite la joven granadina.
Sara se levanta a las 6.30 de la mañana con su pareja y se sienta frente al ordenador. Leo hace su despertar natural y madre e hijo desayunan, juegan un rato y se preparan para ir al tajo; ella, caminando y él, en la mochila. Pero el lugar donde esta mamá se gana la vida no tiene nada que ver con una oficina al uso. Hay un parking de sillitas en la entrada. El local, decorado en madera y con flores, dispone de mesas redondas con conexión eléctrica, wifi, impresora y una sala para recibir a clientes o socios. También hay un sofá para desconectar, café y galletas.
menores españoles sufren discapacidad física, mental, intelectual o sensorial a largo plazo, según un informe de Unicef. La agencia de Naciones Unidas afirma que la crisis económica y los recortes en sanidad, educación y dependencia perjudican «claramente y de forma muy importante» los derechos de estos niños.
Lo especial de este ‘coworking’ es que, en un espacio propio, media docena de niños de hasta 3 años juegan entre sí o con su educadora. «En una guardería hay horarios; te dicen que el niño está bien, pero no le ves. Aquí lo tengo al lado y lo atiendo si me necesita», explica Sara, que aún amamanta al pequeño. El servicio cuesta entre 160 y 230 euros al mes, tres o cinco días por semana. «Cuando trabajo, lo hago con ganas, porque no estoy pensando en cómo estará mi hijo. Ser madre te vuelve muy productiva».
La diseñadora también valora el aspecto social: «Me permite salir de casa y relacionarme con gente muy interesante. Y a Leo, estar con otros niños».
Arantza González, madre de acogida de Yaiza (17 años), Irati (15) y María (1)
«A su madre biológica la llaman ‘mamá’; a mí, ‘ama’»
Arantza González (Bilbao, 1974) y su marido llevan juntos toda la vida y no han descartado ser padres biológicos, pero en su casa viven dos adolescentes y un bebé, y ninguna es suya. Los dos tenían experiencia con críos –ella, como educadora social y él, como monitor de tiempo libre– y antecedentes de acogimiento informal en la familia. Varios veranos abrieron su casa de Santander a chavales saharauis. Hacer el curso de idoneidad y ofrecerse como familia de acogida a los servicios sociales fue un paso natural.
Hace 13 años llegó a sus vidas Yaiza, una pequeña de 4 años a la que acogieron de forma temporal porque su madre no podía ocuparse de ella. La situación cambió y el acogimiento se convirtió en permanente. Más tarde se sumó a la familia su sobrina Irati. Por circunstancias de la vida, la hermana de Arantza tenía problemas para hacerse cargo de ella y consideró que estaría mejor con un familiar. La pequeña María aterrizó de urgencia a finales de 2016. Solo tiene 15 meses. «Con la chiquitina nos estamos preparando para el momento en que tenga que marcharse. Lo pasaremos mal, pero lo mejor para ella es estar con su familia», argumenta.
¿Es distinto ser madre de acogida? «Creo que actuaría igual con mis hijas biológicas. También chillo y castigo. El amor es poner normas y límites», resalta. Hay que cuidar su relación con las familias biológicas y hay más complicaciones burocráticas, porque el tutor de un menor acogido es la administración. «Me faltan horas en el día, pero eso se lo oigo decir a todas las madres del mundo», resume. El apoyo de su entorno y de la Asociación de Familias Acogedoras es clave. «Siempre hay alguien que ha pasado por lo mismo», explica.
SARA GARCÍA, ARANTZA GONZÁLEZ Y AINARA HERNÁNDEZ
«Hay gente que te pone en un pedestal o te mira raro, pero no hace falta ser especial para ser familia acogedora –asegura–. Es verdad que muchos vienen con problemas, maltratados o no bien cuidados, pero para eso está el apoyo de los profesionales».
Las propias niñas han ido creándose su espacio: «Si no soy tu hija, ¿qué soy?», le preguntó hace años Yaiza. Ahora, Arantza es su ‘ama’ y su madre biológica, ‘mamá’. «El Día de la Madre nos felicita a las dos y nosotras nos felicitamos mutuamente: somos dos madres de una misma hija».