Sin ir más lejos, si Janet se anima a practicar 30 minutos de ejercicio físico moderado al día mientras se encuentra en estado, las arterias de su retoño se desarrollarán mejor. Lo suficiente para que cuando se convierta en adulto esté protegido frente a enfermedades cardiovasculares. Tal y como probaron Sean Newcomer y su equipo de la Universidad Estatal de California (EE. UU.), la musculatura lisa de las paredes de los vasos sanguíneos se desarrolla mejor en los críos de madres entrenadas. Por si fuera poco, si la artista da a luz a una niña, el riesgo de que su hija padezcacáncer de mama en el futuro se reducirá a menos de la mitad si practica ejercicio mientras la lleva en la tripa.
Por otro lado, la salud cerebral del bebé depende en buena medida de cuánto pescado come su madre durante el embarazo. De demostrarlo se encargaron Noriko Osumi y su equipo de la Universidad de Tohoku (Japón), que en una serie de experimentos con ratas analizaron qué pasa cuando en la dieta existe un déficit de grasas saludables omega-6 y omega-3, procedentes habitualmente del pescado. Los resultados mostraron que los roedores nacidos de hembras con una dieta desequilibrada llegaban al mundo con el cerebro más pequeño. Además de que, al crecer, mostraban una falta de estabilidad emocional. Más aún, estos recién nacidos presentaban niveles altos de ansiedad. Y todo porque sin aportación de omega-6 ni omega-3 por parte de sus progenitoras, las células madre neuronales de su sesera envejecían prematuramente. Lo malo es que, después del parto, ni siquiera una buena alimentación logra corregirlo.
Las gestantes tampoco deberían quitarle ojo a los azúcares y las grasas de su dieta. Aunque no para abusar de ellos, sino más bien para evitarlos. Investigadores de la Universidad de Bristol (Reino Unido) demostraron que, cuando una mujer embarazada se atiborra de dulces y comidas procesadas ricas en grasas, en el feto se producen cambios epigenéticos, es decir, modificaciones que no afectan a las ‘letras’ del ADN sino a su lectura. Y que esos cambios se asocian con el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. En concreto, los científicos detectaron que la dieta insana producía una metilación del gen IGF2, relacionado con el desarrollo del cerebelo y el hipocampo.
No es el único argumento para convencer a las futuras mamás de que eviten la comida basura y los michelines. Ginecólogos de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington (EE. UU.) comprobaron hace poco que las mujeres obesas con dietas que contienen un 60% de grasa y un 20% de azúcares transmiten la predisposición a engordar y todas sus consecuencias metabólicas a su descendencia. En concreto, la obesidad pasa de madres a hijos a través de las mitocondrias, las centrales energéticas de las células, que contienen su propio ADN. Para colmo, incluso los nietos y biznietos de una preñada obesa pueden heredar la predisposición a engordar. Sin obviar que otros estudios revelan que el riesgo de autismo es cuatro veces mayor en niños nacidos de madres obesas y diabéticas.
Definitivamente, lo que hace una madre durante los nueve meses que dura el embarazo deja una huella perenne. Sin embargo, no es el único factor que influye en la salud de la descendencia. Los hábitos del padre antes de la fecundación son igualmente cruciales, además del ambiente socioeconómico en el que se crece y otros elementos que escapan a nuestro control, como la exposición a contaminantes en el período fetal.